A diferencia de muchos otros, Lucien Durosoir no es un compositor olvidado, sino un compositor ignorado por propia voluntad; las cuarenta obras que compuso entre 1920 y 1950 han permanecido manuscritas hasta estos últimos años. Su amigo, el pianista Paul Loyonnet, anotó en sus Memorias : “tenía la más absoluta confianza en su música y me escribió que, al igual que Bach, guardaba sus obras en un armario y que ya se descubrirían más tarde”. El descubrimiento de su obra es, en suma, la realización de esta azarosa profecía. “Poco puede hacerse ante las grandes conmociones de la historia. Recordar, simplemente recordar un poco. Y transmitir a otros el hilo invisible de la memoria” ( Jean-Paul Combet ).
Nacido en Boulogne-sur-Seine, en 1878, Lucien Durosoir comenzó a estudiar violín a los ocho años de edad, con Adolphe Deslandres, segundo Gran Premio de Roma (1860). Trabajó seguidamente de manera continuada con el violinista y director de orquesta André Tracol. En 1896, entró en la clase de Henri Berthelier en el Conservatorio de París donde permaneció muy poco tiempo: al cabo de seis meses, fue expulsado por insolencia hacia el director Ambroise Thomas... Aunque fuera de la noble institución, no dejó de desarrollar sus conocimientos técnicos; a la vez que trabajaba el violín con Berthelier y con Tracol, perseguía otro objetivo, más o menos definido, que le llevó a estudiar el contrapunto y la escritura en diversas épocas de su vida. Poco sabemos de este aspecto de su formación; podemos simplemente afirmar que fue iniciado primero por Charles Tournemire y más tarde por Eugène Cools (que fue el ayudante de André Gedalge a partir de 1907). Ya en 1898 fue nombrado Primer violín de la orquesta Colonne, pero dimitió al cabo de un año para perfeccionar su arte con los mejores maestros de Alemania. Residió en Frankfurt y Berlín donde trabajó con Hugo Heermann y pudo aprovechar, al mismo tiempo, los consejos de Joseph Joachim, que tenía en aquel momento más de 70 años de edad. Testimonio de esta filiación es el concierto de Brahms, estrenado por Joachim, a quien estaba dedicada la obra, en 1879 y del que Durosoir hizo el estreno en Francia en la Sala de los Agricultores de Paris en 1903, con la cadencia de Heermann. Sus giras llevaron a Lucien Durosoir por toda la Europa central, Rusia, Alemania y el Imperio austro-húngaro. Entre sus deseos artísticos figuraba el de hacer escuchar en esos países la música francesa de su tiempo, todavía muy poco conocida; fue así el primero en interpretar en distintos países las obras de Saint-Saëns, Lalo, Widor, Bruneau y en Viena hizo escuchar por primera vez la Sonata en La Mayor para violín y piano de Gabriel Fauré. En contrapartida, aprovechaba sus giras por Francia para hacer escuchar, en primera audición, las grandes obras del repertorio extranjero: en la Salle Pleyel el Concierto en Re menor de Niels Gade en 1899; en la Salle des Agriculteurs el Concierto para violín de Richard Strauss en 1901. Por todas partes la crítica fue elogiosa; “fascina al público por la elevación y el impulso de su interpretación” (Neue freie Press, 11 de enero de 1910). “Todos esas piezas fueron ejecutadas con la misma nobleza y la misma belleza de interpretación” (Wiener Mittags-Zeitung, 28 de enero de 1910). “Mostró en el Concierto de Max Bruch, las más raras calidades de sonido y de musicalidad y en el concierto de Dvorak un estilo y un virtuosismo sorprendentes. Monsieur Lucien Durosoir, en esta bella sesión, se ha clasificado entre los mejores virtuosos de su época” (Le Figaro, 19 de mayo de 1904).
La guerra puso fin brutalmente a su carrera : Lucien Durosoir, que se enroló ya el 3 de agosto de 1914, pasó la totalidad de la guerra en la 5ª División, participando en los episodios más sangrientos (Douaumont, le Chemin des Dames, les Éparges). Durante los 15 primeros meses, combatió en las trincheras como soldado raso. A finales del año 1915, su suerte mejoró de manera notable; el coronel de su regimiento (el coronel Valzi, violinista amateur) le encargó la formación de un cuarteto de cuerdas, que pronto quedó formado de la siguiente manera: Lucien Durosoir, primer violín; Henri Lemoine, ingeniero químico y aficionado excelente, y más adelante Pierre Mayer, segundo violín; André Caplet, compositor y Premio de Roma, viola; Maurice Maréchal, todavía al inicio de su carrera, violonchelo. A dicho cuarteto se unirían los pianistas Henri Magne y Gustave Cloëz. En sus distintas circunstancias de soldado raso, músico, camillero y colombófilo, Lucien Durosoir escribió un número considerable de cartas que han sido conservadas. Algunas describen los episodios mas horribles que vivió, otras la vida estudiosa de los músicos del “quinteto del general”. Contemplando su muerte como una eventualidad razonable, escribe: “Querida mamá, no sé qué suerte me está reservada... pero si desapareciera... interésate por los niños, por los músicos; ayuda a los jóvenes violinistas, esto ocupará tu vida y será una forma de prolongar la mía”. Lucien Durosoir y André Caplet pasaron juntos esos años terribles y su amistad se afianzó, tanto en las trincheras como en la retaguardia, donde podían interpretar música. La idea de componer se hace cada vez más fuerte en el espíritu de Lucien Durosoir. Pensando en el final de la guerra escribe, el 12 de septiembre de 1916: “Comenzaré a componer para acostumbrarme a manejar las formas más libres, estoy convencido de que daré frutos maduros”.
Poco después de su desmovilización, en febrero de 1919, Lucien Durosoir recibe en 1921 una prestigiosa propuesta: la Orquesta Sinfónica de Boston le ofrece el puesto de violinista solista. Cuando se disponía a firmar el contrato, un grave accidente deja a su madre inválida y decide renunciar. Fue sin duda este episodio el que le llevó a decidir dedicar su vida a su antiguo sueño, componer. Poco atraído por las turbulencias de la vida artística parisina, se retirará a un pueblo del sudoeste y será allí, al margen de modas y corrientes, donde pueda construir y desarrollar el mundo sonoro que habitaba en su imaginación. Creó un estilo muy personal, libre y audaz, que poco debe a los modelos de su tiempo; ciertamente, su gusto por la soledad siempre fue muy acusado. Paul Loyonnet, que interpretó con él su sonata “Le Lis” (El Lirio) para violín y piano, escribía “Su música era muy moderna”. Sus primeras obras merecieron las alabanzas de André Caplet, que le escribía ya en 1922: “Voy a hablar con entusiasmo a todos mis camaradas de su cuarteto...”. Lucien Durosoir dejó unas cuarenta obras inéditas, piezas para formaciones muy variadas, música sinfónica, y música de cámara, entre las que destacan una Sonata para piano dedicada a Jean Doyen y un Capricho para violonchelo y arpa dedicado a Maurice Maréchal (en recuerdo de Génincourt, invierno de 1916-1917). A partir de 1950, la enfermedad le impidió continuar y murió en diciembre de 1955.
Liberado en febrero de 1919, Lucien Durosoir acaba tres obras en 1920, dos de las cuales de importantes dimensiones; las “Cinq Aquarelles” (Cinco acuarelas) para violín y piano, el “Poème” (Poema) para violín y viola con acompañamiento de orquesta y el primer Cuarteto de cuerdas en fa menor. El año siguiente vio el nacimiento de otras tres composiciones; “Caprice” (Capricho), para violonchelo y arpa, “Jouvence” (Juventud), fantasía para violín principal y octeto, y “Le Lis” (El Lirio) sonata para violín y piano. Semejante productividad es realmente sorprendente. ¿De dónde vienen esas obras? ¿Germinaban en su imaginación durante los últimos meses de la guerra? Es muy probable, ya que había predicho a su madre “frutos maduros” en cuanto empezara a escribir. La guerra había permitido a Lucien vivir junto a André Caplet, compositor y Premio de Roma, con el que compartía el día a día. Los dos artistas habían aprovechado sus momentos de descanso e inactividad para trabajar juntos; Caplet corregía los ejercicios de escritura de Durosoir, y ambos analizaban y comentaban las partituras más contemporáneas que les llegaban de la retaguardia. Era por tanto lógico que, tras abandonar del proyecto de Boston, Lucien se dedicara a la creación musical. Del análisis de las obras publicadas actualmente, podemos deducir algunas características de su estilo que reposa sobre bases totalmente personales: se buscará en vano referencias contemporáneas o del pasado. No se encuentra forma “académica”, a pesar de unos títulos que anuncian un gran clasicismo (trío, cuarteto de cuerdas, quinteto, sonata...), sino más bien un retorno a la libertad formal de los preclásicos (Capricho, Fantasía, Preludio), títulos que sugieren un proyecto estético (Rêve [Sueño], Vitrail [Vidriera], Berceuse [Nana], Ronde [Ronda], Jouvence [Juventud], Poème [Poema], Idylle [Idilio], Funérailles [Funerales], Incantation boudhique [Encantamiento budista], Aube [Amanecer], Nocturne [Nocturno]...). Una búsqueda de sonidos poco frecuentes: en la elección de algunas formaciones (trompa, arpa y piano; violonchelo y arpa; cuarteto para flauta, clarinete, trompa y fagot), en métricas poco utilizadas (5/4, 7/4), en tonalidades cargadas de alteraciones que desconciertan los oídos mas expertos. Un universo sonoro denso, basado en la fuerte individualización del discurso de cada instrumento en las agrupaciones de tamaño medio, en la abundancia de menciones de carácter agógico, a veces muy imperativas (el “Rapide et fiévreux. Halluciné” [Rápido y febril. Alucinado] que se repite varias veces en el primer movimiento del Cuarteto de cuerdas en si menor, 1933-1934). Una dificultad vertiginosa tanto en la técnica instrumental (aspecto muy personal de la escritura pianística cuyo desmenuzamiento provoca efectos aún inauditos; extrema virtuosismo exigido en el chelo contra el que protestaba Maréchal), como en la complejidad de la escritura (armonía atormentada, superposición de ritmos contrarios, atonalidad razonada, escritura polimelódica). La personalidad compleja del hombre se manifiesta en estos temas inquietos, incluso angustiosos, que desembocan en una secuencia de júbilo irreprimible, en un replanteamiento constante de lo que acaba de escribir para decirlo de otra manera, en un recurso amoroso en ciertos artificios del contrapunto, en modo alguno fuera de lugar en este lenguaje tan poco convencional. La “Oración a María” (1949), una de sus últimas obras, incluye una dedicatoria a sus hijos, que resume en algunas palabras lo que fue el sentido de la vida del maestro: “que los bienes espirituales desciendan sobre ellos, que conserven su amor durante toda su vida”. Un verdadero mensaje de espiritualidad de quien ha conocido lo peor, dirigido a aquéllos que aún son inocentes.